lunes, 11 de agosto de 2008

La luz de una estrella

Esta noche miré al cielo, y en él millones de estrellas bailaban al unísono con la luna.
Mi luna, mi confidente, siempre pendiente de todos mis ruegos, atenta y quieta, sin mediar su palabra que ayudara a mis oídos.
Es por ello que me enamoré de la luna, de su luz, y de su sequito que la acompañaba, aún sabiendo que nunca sería digno de tanta belleza. Y así me siento, enamorado de la luna, enamorado de ella, todos los días subo un poco más arriba, con la única intención de poder tocarla, cada día subo un poco más arriba con la intención de amarla, y aunque cada vez está más cerca, sé que nunca llegaré a abrazarla.
Ni la más bella palabra que saliese de mis labios, ni el gesto más humilde y más humano que cometiera atendería mis suplicas, pues ella sabe que es la luz que ilumina el camino en la oscuridad, ella conoce que en su interior rebosa la belleza, pero el miedo a lo desconocido, el miedo a poder amar, le prohibirá sentir y la mantendrá en la distancia de la plenitud, esperando la siguiente noche que un enamorado vuelva a rondarla y así poder ocultarse nuevamente entre el sequito que siempre la acompaña.
No es necesaria recordar la belleza de la luna o las estrellas, pues ellas mismas son propia belleza. No importa si creciente, menguante, llena o nueva, la luna irradia siempre la misma beldad, pero ¿la luna por su amor superaría el miedo a dejar todo su firmamento, su sequito y su propia constelación? Quizás en una ocasión ya lo intentó, pero la luna conoce todas las respuestas, porque el silencio es la única respuesta que pueda otorgar. Reconoce su ignorancia porque en ella está su sabiduria. Aprende del pasado pero no lo vive en el presente, pues el pasado simplemente es lo que quedó un día átrás.
Vuelvo a mirar al cielo, la luna no ha perdido su esplendor.

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